miércoles, 29 de julio de 2015

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ARGUEDAS Y LA MÚSICA


José María Arguedas es sin duda alguna, uno de los escritores más importantes del Perú. Sus aportes a la cultura peruana, empero, no se limitan al ámbito de las letras. Mucho le deben también los estudios de música andina al escritor andahuaylino. Creció en un ambiente rural, oyendo a los indios tocar el arpa, el violín o el charango, José María aprendió desde niño a amar la música de los Andes. Motivado por esa experiencia Arguedas luchó infatigablemente para darle a la música andina un reconocimiento mayor en los círculos intelectuales peruanos.

Arguedas fue un gran cantador en toda su obra, encontramos el cariño y la pasión por la música andina. En las grabaciones caseras que podemos escuchar, reproduce el canto del campesino, con sus inflexiones y giros particulares, pero sobre todo, esa poesía intensa que habla del amor y el respeto por la naturaleza, el trabajo comunitario, el amor de pareja, el dolor por el exilio, la nostalgia por el terruño y, también, la incomparable picardía e ironía quechua.
Para Arguedas, la música era  parte natural del ser inmerso en su medio, la naturaleza, el amor, sus relaciones en el trabajo, en la comunidad. Por ello, reclamaba su autenticidad entendida como formas musicales y signos comunicantes correspondientes a una realidad concreta y en curso histórico.

La gran labor de Arguedas, ya en Lima, fue la de recuperar el alma de sus paisanos y promover la música andina, hacerlos orgullosos de su cultura en medio del desprecio capitalino por todo lo “serrano”. Es así que frecuentaba a sus amigos como al violinista de “Ishua”, don Máximo Damián y conversaba con todos los exponentes del canto andino que solían presentarse en el entonces. Escribió artículos sobre música, sobre músicos y cantantes en importantes diarios, dentro y fuera del país. Por sus artículos encontramos géneros populares de las ciudades andinas como el yaraví y el huayno o géneros más rurales como el harawi o las huaylías indígena, prácticas musicales hasta entonces desconocidas por el mundo oficial peruano.


Pero su afán de difundir la música no quedó en mero esfuerzo teórico, mediando constantemente entre cultores de la música andina con gran arraigo indígena como Jaime Guardia y Máximo Damián y la más depurada intelectualidad peruana de su tiempo como Emilio Adolfo Westfalen, Arturo Corcuera, las hermanas Celia y Alicia Bustamante. Así llegó a funcionario. Durante el primer gobierno del arquitecto Fernando Belaúnde, como director de la Casa de la Cultura, Arguedas impulsó un registro de instrumentistas y vocalistas folclóricos para ofrecerles beneficios sociales y asegurarles una formación musical más sólida. Por si fuera poco Arguedas promovió las primeras grabaciones de música de los Andes para el consumo comercial, creando así una de las vertientes más importantes del mercado musical peruano, una vertiente que hasta hoy, aunque con altibajos, aún sigue vigente. 

ARGUEDAS EN PUERTO SUPE


Arguedas
El propio José María Arguedas da cuenta de sus nuevas intenciones literarias, después de la publicación de Todas las sangres. En marzo de 1965, anuncia en entrevista periodística que está trabajando en una nueva novela sobre la costa, y menciona sus avances.

Hacia diciembre de 1965 aparece la entrevista que le hace Tomás Escajadillo sobre el nuevo proyecto literario. Arguedas asegura haber comenzado una nueva novela llamada «Harina Mundo», de la cual dice tener listos ya cuatro capítulos, pero que por el momento ha suspendido el trabajo.


Arguedas y las hermanas Bustamante
Pero entrado 1966 Arguedas decide extender su proyecto a otros puertos de la costa y empieza a visitar el puerto de Chimbote, donde vive su sobrina Vilma, en lo que Sybila Arredondo llama «los comienzos de hurgar y ampliar más los conocimientos acumulados por su experiencia vital, especialmente en el pequeño puerto de Supe, durante las décadas del 40 y 50». Chimbote había sido también un pequeño puerto, de igual o menor importancia que Supe, pero con el auge de la pesca anchovetera creció de manera inusitada sobre sus arenales y humedales y ocupó el espacio vacío con una gigantesca invasión durante la década de 1960.

Hermanas Bustamante, Blanca Varela
y Fernando Sziszlo

Esta Obra tuvo varios nombres: «Harina Mundo», «Mar de Harina», «Jonás», «El pez grande»,  fue un proyecto literario, con el que quiso novelar «la transformación del Puerto de Supe», lugar donde había pasado los veranos entre 1943 y 1963 y que conocía muy bien. Como sabemos, Arguedas terminó convirtiendo ese proyecto inicial en El zorro de arriba y el zorro de abajo, un novela límite y relato ambientado en el puerto de Chimbote. Dos capítulos de esta novela sobre Supe fueron publicados en vida del escritor, «Mar de Harina» y «El Pelón».

En el Puerto de Supe, hay muchos que conservan la figura de Arguedas desde distintos ángulos. Gerardo Miguita, hijo del viejo Miguita, que empezó con la conocida tienda de abarrotes en el «crucero», mencionado en «El Pelón» y «Mar de Harina», señaló que había hablado con Arguedas sobre su proyecto literario por esos años. Otros que lo vieron más de lejos y eran muchachos entonces, lo recuerdan con humor mencionando que le decían “Chaplin", por la manera de caminar, con los pies hacia afuera.

Blanca Varela
La casa donde vivió Arguedas en Supe (jirón Lima 420) fue adquirida por Alicia Bustamante, su cuñada, hacia 1943, a un precio bastante cómodo, y fue habitada durante los veranos y tiempos de descanso entre ese año y fines de 1960. Acudieron muchos amigos a veranear y a visitarlos, entre ellos Blanca Varela, quien tenía una gran admiración por Arguedas y  Fernando de Szyszlo quien recordaba muy gratamente la casa y los momentos pasados ahí Tuvo el proyecto de hacerse él también una casa en Supe, y hasta adquirió un terreno en el cerro al frente de la casa de la calle Lima con ese propósito. Cuando viaja a Europa se lo vende al arquitecto Sarria, que construye esa casa en el cerro, la que terminaría siendo adquirida en los años sesenta por Luis Banchero  Rossi, y que finalmente es ahora la Capitanía de Puerto

ARGUEDAS EN LA LITERATURA

La literatura de nuestro país ha estado marcado por muchos escritores que reflejaron la realidad peruana, César Vallejo, Ciro Alegría, entre otros sin embargo la literatura indigenista y de la serranía no tomó mucha importancia sino con la llegada de José María Arguedas. El hombre que con sus escritos hizo más por las comunidades indígenas que lo realizado por todos los indigenistas anteriores. Arguedas dio una personalidad convincente en el plano literario a los indígenas, incorporándolos por la puerta grande, con su propio lenguaje, al ámbito de las letras peruanas. Este escritor, además, durante su fecunda existencia, en todos los actos de su vida, siempre tuvo en mente a los comuneros de su tierra, pensando en que ellos no eran cosa de un pasado que había que mirar con nostalgia sino que formaba parte de la esencia misma del futuro de su paria. Aparte de su vida literaria, la biografía personal de Arguedas, sobre todo en sus últimos años, fue bastante atormentada, debiendo soportar una tenaz lucha interior que finalmente lo llevó al suicidio en noviembre de 1969.

La imagen literaria de Arguedas se completa con sus Relatos completos, reunidos en 1975, y con importantes investigaciones antropológicas y folclóricas, además de su producción poética en lengua quechua.

lunes, 27 de julio de 2015

OBRAS

Novelas


•          YAWAR FIESTA (1941) Con esta obra el autor cambia algunas de las reglas de juego de la novela indigenista, al subrayar la dignidad del nativo que ha sabido preservar sus tradiciones a pesar del desprecio de los sectores de poder. Este aspecto triunfal es, de por sí, inusual dentro del canon indigenista, y da la posibilidad de entender el mundo andino como un cuerpo unitario, regido por sus propias leyes, enfrentado al modelo occidentalizado imperante en la costa del Perú.






•          DIAMANTES Y PEDERNALES (1954) Novela que relata la incorporación del indio Mariano a la vida de un pueblo de la sierra como arpista al servicio exclusivo del terrateniente don Aparicio. Mariano es un ser talentoso y marginal a quien la incomprensión de la gente común lo ve como un upa o idiota. Luego se narra el amor de don Aparicio por Irma, una mestiza a la que había raptado de un pueblo lejano, amor que es correspondido, pero estos amoríos se ven luego perturbados por la llegada de Adelaida, una hermosa joven costeña de la que el terrateniente se enamora apasionadamente. Finalmente, se narra la muerte de Mariano en manos del terrateniente como castigo por haber tocado el arpa en casa de la celosa Irma y por involucrarse en las artimañas de ésta para atraer nuevamente a don Aparicio. Como expiación a su crimen, don Aparicio abandona el pueblo yéndose lejos.




•          LOS RIOS PROFUNDOS (1958)  Novela autobiográfica, considerada como su obra maestra. Nos muestra la formación de su protagonista, Ernesto (que recobra el nombre del niño protagonista de algunos de los relatos de Agua), a través de una serie de pruebas decisivas.                                  
Su encuentro con la ciudad de Cuzco, la vida en un colegio, su participación en la revuelta de las mujeres indígenas por la sal y el descubrimiento angustioso del sexo son algunas de las etapas a través de las cuales Ernesto define su visión del mundo. El mundo de los indios asume cada vez más connotaciones míticas, erigiéndose como un antídoto contra la brutalidad que tienen las relaciones humanas entre los blancos.



•          EL SEXTO (1961) Representa un paréntesis con respecto al ciclo andino.        
"El Sexto" es el nombre de la prisión de Lima donde el escritor fue encarcelado en 1937-1938 por la dictadura de Benavides. El infierno carcelario es también una metáfora de la violencia que domina toda la sociedad peruana.







•          TODAS LAS SANGRES (1964) Con Todas las sangres, Arguedas reanudó, sobre bases más amplias, la representación del mundo andino. Del relato autobiográfico se pasa a un cuadro general que comprende las transformaciones económicas, sociales y culturales que suceden en la sierra peruana. A través de la historia de una familia de grandes latifundistas, el autor afronta las consecuencias del proceso de modernización que avanza sobre un mundo todavía feudal. 





•          EL ZORRO DE ARRIBA Y EL ZORRO DE ABAJO (1971)  Última novela de Arguedas, que se publicó póstuma en 1971 y quedó inacabada por el suicidio del escritor.
Los capítulos que consiguió escribir están ambientados en Chimbote, un puerto pesquero del norte, que sufre un desarrollo impetuoso y caótico. El autor alterna la representación dramática de los costes humanos de este crecimiento, especialmente la pérdida de identidad cultural de los indios trasplantados a la ciudad, con apuntes de diario, de los cuales emerge la decisión, de suicidarse.





CUENTOS


•          AGUA (1935) Primer libro reúne tres cuentos con el título de Agua, que describen aspectos de la vida en una aldea de los Andes peruanos.  En estos relatos se advierte el primer problema al que se tuvo que enfrentar en su narrativa, que es el de encontrar un lenguaje que permitiera que sus personajes indígenas (monolingües quechuas) se pudieran expresar en idioma español sin que sonara falso. Ello se resolvería de manera adecuada con el empleo de un "lenguaje inventado": sobre una base léxica fundamentalmente española, inserta el ritmo sintáctico del quechua. En Agua los conflictos sociales y culturales del mundo andino se observan a través de los ojos de un niño. El mundo indígena aparece como depositario de valores de solidaridad y ternura, en oposición a la violencia del mundo de los blancos.



•          LA MUERTE DE LOS ARANGO (1955) Este cuento muestra la sociedad del pueblo de Sayla que se expresa en costumbres, como cuando alguien muere, una de ellas es ver mujeres cantando el falsete el ayataki, el canto de los muertos, y otra son las carrozas fúnebres que se preparan. También existe una costumbre de la cual se encargan las mujeres la cual consiste en lavar las prendas de los muertos para que alcancen la purificación espiritual.





•          LA AGONÍA DE RASU ÑITI (1962) Cuento que relata los últimos instantes de la vida del indio Pedro Huancayre (Rasu-Ñiti), un célebre danzante de tijeras, quien utiliza sus pocas fuerzas que le quedan para danzar mientras agoniza, todo lo cual lo hace acompañado de dos músicos (un violinista y un arpista), desplegando un ceremonial espectacular, que presencian su mujer y sus hijas, y su joven discípulo Atuq Sayku. Rasu-Ñiti muere en trance y lega a su discípulo el Wamani o espíritu de la montaña que se manifiesta en forma de cóndor, una deidad andina que hizo de Rasu-Ñiti un eximio bailarín, de acuerdo a la visión andina.

 

LA AGONÍA DE RASU ÑITI 


Cuexcomate - Posts | FacebookEstaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.

Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.

     —El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñiti”.

Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.

Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.

La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron. 

     — Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.

     — ¡Es tu padre! —dijo la mujer.

Discover the Land of the Incas 20 days - Discover Peru and Latin AmericaPorque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.

Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.

     “Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.

     — ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.

     —El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!

Corrieron las dos muchachas.

La mujer se acercó al marido.

     —Bueno. ¡Wamani está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿A dónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.

—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!

Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.

—Tardará aún la chiririnka que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla, aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.

Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.

26 ideas de Perú | perú, caballo de paso peruano, traje tipico de peruLa mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.

—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.

Ella levantó la cabeza.

—Está —dijo—. Está tranquilo.

—¿De qué color es?

—Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.

—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!

La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.

Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.

Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.

Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.

—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.

Las tres lo contemplaron, quietas.

—No —dijo la mayor.

—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oír todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.

—¿Oye el galope del caballo del patrón?

 —Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese cabal.

Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!

Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.
—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.

—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.

Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’.
Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.

Ficha Técnica No. 15 EUCALYPTUS GLOBULUS LABILLYo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.

El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.

“Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.

Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.

Huancavelica, cuna de danzantes de tijeras – Rumbos de Sol & PiedraTras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”, el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.

“Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.

—¿Ves “Lurucha” al Wamani? —preguntó el dansak’ desde la habitación.

—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.

—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?

El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.

—Aletea no más. No lo veo bien, padre.

—¿Aletea?

—Sí, maestro.

—Está bien. “Atok’ sayku” joven.

—Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.

“Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza. 

“Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.

— ¡El Wamani está aleteando grande; está  aleteando! —dijo “Atok’ sayku”,   mirando la cabeza del bailarín. 

Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a henchirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.

— ¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.

Se le paralizó una pierna

— ¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.

Danza de tijeras, un baile solo para valientes | Y tú qué planes?El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.

—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.

Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.

— ¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.

Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.

Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.

“Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.

Cuy y cuy negro HD fondos de pantalla descarga gratuita | WallpaperbetterEl pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?

La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.


“Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.


“Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.


Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.


— ¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.

—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.


“Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.

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A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo.


“Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.


— ¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.


“Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.


El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.


“Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!


Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.
“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.


“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak, a la media noche.


— ¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak.


Nadie se movió.


Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.


“Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak nacido.


 —¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del mediodía en el nevado, brillando.


—¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín

—Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.

—No muerto. ¡Ajajayllas! —Exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!


“Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.

—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.

—Por dansak el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.


Autor: José María Arguedas







•          AMOR MUNDO (1967) Colección de cuatro cuentos de tema erótico: «El horno viejo», «La huerta», «El ayla» y «Don Antonio»










EL TORITO DE LA PIEL BRILLANTE


Cuento Peruano : El Torito De La Piel BrillanteEste era un matrimonio joven. Vivían solos en una comunidad. El hombre tenía una vaquita. La alimentaba dándole toda clase de comida: gachas de harina o restos de jora. Nunca la llevaron fuera de la casa y no se cruzó con macho alguno. Sin embargo, de repente, apareció preñada. Y parió un becerro color marfil, de piel brillante. Apenas cayó al suelo mugió enérgicamente.

El becerro aprendió a seguir a su dueño; como un perro iba tras él por todas partes. Y ninguno solía caminar solo; ambos estaban juntos siempre. El becerro olvidaba su madre; sólo iba donde ella para mamar. Apenas el hombre salía de la casa, el becerro lo seguía.

Cierto día, el hombre fue a la orilla de un lago a cortar leña. El becerro lo acompaño. El hombre se puso a recoger leña en una ladera próxima al lago; hizo una carga, se echó al hombro y luego se dirigió a su casa. No se acordó de llamar al torito. Este se quedó en la orilla del lago comiendo totora que crecía en la playa.


Cuando estaba arrancando la totora salió un toro negro, viejo y alto, del fondo del agua. Estaba encantado, era el demonio que tomaba esa figura. El toro negro dijo al becerro:

–Ahora mismo tienes que luchar conmigo. Tenemos que saber cuál de los dos tiene más poder. Si tú me vences, te salvarás; si te venzo yo, te arrastraré al fondo del lago.

–Hoy mismo no –contesto el torito–, espera que pida licencia a mi dueño, que me despida de él. Mañana lucharemos, vendré al amanecer.

–Bien –dijo el toro viejo–. Saldré al mediodía. Si no te encuentro a esa hora, iré a buscarte en una litera de fuego, y te arrastraré a ti y a tu dueño.

–Está bien. A la salida del sol apareceré por estos montes –contestó el torito–. Así fue como se concretó la apuesta, solemnemente.

Cuando el hombre llegó a su casa, su mujer le preguntó: 

–¿Dónde está nuestro becerrito?

Sólo entonces el dueño se dio cuenta que el torito no había vuelto con él. Salió de la casa a buscarlo por el camino del lago. Lo encontró en la montaña. Venía mugiendo de instante en instante.

–¿Qué fue lo que hiciste? ¡Tú dueña me ha reprendido por tu culpa! Debiste regresar inmediatamente –le dijo el hombre–, muy enojado.

El torito contestó:

–¡Ay! ¿Por qué me llevaste, dueño mío? ¡No sé qué ha de suceder!

–¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Qué puede sucederme? –preguntó el hombre.

–Hasta hoy nomás hemos caminado juntos dueño mío. Nuestro camino común se ha de acabar.

–¿Por qué? ¿Por qué causa? –volvió a preguntar el hombre.

–Me he encontrado con el poderoso, con mi gran señor. Mañana tengo que ir a luchar con él. Mis fuerzas no pueden alcanzar a sus fuerzas. Hoy, él tiene un gran aliento. ¡Ya no volveré! Me ha de hundir en el lago –dijo el torito.

Al oír esto, el hombre lloró. Y cuando llegaron a casa, lloraron ambos, el hombre y su mujer.

¡Ay mi torito! ¡Ay criatura! ¿Con qué vida, con qué alma nos has de dejar?

Y de tanto llorar se quedaron dormidos.

Y así, muy al amanecer, cuando aún quedaban sombras, cuando aún no había luz de la aurora, se levantó el torito, y se dirigió hacia la puerta de casa de sus dueños, y les habló así:

–Ya me voy. Quedaos, pues, juntos.

¡No, no! ¡No te vayas! –le contestaron llorando–. Aunque venga tu señor, tu encanto, nosotros le destrozaremos los cuernos.

–No podréis – contesto el torito.

–Sí, hemos de poder. ¡Espera!

–Subirás a la cumbre, y muy a ocultas, me verás desde allí –dijo–.

El hombre corrió, le dio alcance y se colgó de su cuello, lo abrazó fuertemente.

–¡No puedo, no puedo quedarme! –le decía al torito–.

–¡Iremos juntos!

–No, mi dueño. Sería peor, ¡me vencería! Quizás yo solo, de algún modo pueda salvarme.

–¿Y cómo ha de ser mi vida si tú te vas? –Decía y lloraba el dueño–. En ese instante el sol salía, ascendía en el cielo.

–Juntos viviréis, juntos os ayudaréis, mi dueño. No me atajes más, mira que el sol ya está subiendo. Anda a la cumbre, y mírame desde allí. Nada más –rogó el torito.

Entonces ya no hay nada que hacer –dijo el hombre– y se quedó en el camino. El torito se marchó.

El dueño subió el cerro y llegó a la cumbre. Allí se tendió; oculto en la paja miró el lago. El torito llegó a la ribera; empezó a mugir poderosamente; escarbaba el suelo y echaba el polvo al aire. Así estuvo largo rato mugiendo y aventando tierra; solo, muy blanco, en la gran playa.

Y el agua del lago empezó a moverse; se agitaba de un extremo a otro; hasta que salió de su fondo el toro negro, grande y alto como las rocas. Escarbando la tierra, aventando polvo, se acercó hacia el torito blanco. Se encontraron y empezó la lucha.

Era el mediodía y seguían peleando. Ya arriba, ya abajo, ya hacia el cerro, ya hacia el agua, el torito luchaba. Pero el toro negro lo empujaba, poco a poco, lo empujaba. Y al fin, le hizo llegar hasta el borde del lago, y de un gran astazo lo arrojó al fondo; entonces el toro negro, el poderoso, dio un salto y se hundió tras de su adversario. Ambos se perdieron en el agua. El hombre lloró a gritos; bramando como un toro descendió la montaña; entró a su casa y cayó desvanecido. La mujer lloraba sin consuelo.

Hombre y mujer criaron a la vaca, a la madre del becerro blanco con grandes cuidados, amándola mucho, con la esperanza de que apareciera un torito igual al que perdieron. Pero transcurrieron los años y la vaca permaneció estéril. Y así, los dueños pasaron el resto de su vida en la tristeza y el llanto.



 Autor: José María Arguedas





•          EL SUEÑO DEL PONGO (1965) En este cuento, como en otras obras literarias de Arguedas, se describe un aspecto característico de la sociedad andina de su tiempo: el abuso y la crueldad del hacendado hacia sus trabajadores indígenas. El hacendado suele ser un misti (mestizo) de cultura medianamente occidentalizada, que ejerce su explotación sobre la masa india de habla y tradición quechua. Los indios sirven al patrón como labradores de sus tierras (colonos) o sirvientes (pongos). El hacendado del cuento, solo por simple maldad, martiriza a su pongo, un ser sencillo y humilde, obligándolo a que imite a perros y vizcachas, para luego patearlo y revolcarlo en el suelo, exponiéndolo a la burla de los demás indios. El pongo resulta así la víctima más débil de un aberrante sistema socioeconómico y a modo de escape se inventa una realidad, expresada en su relato de su sueño, donde el patrón recibe el castigo merecido, resarciendo de alguna manera la injusticia que palpa todos los días.



EL SUEÑO DEL PONGO


HARAVICUS: El sueño del pongo de José María ArguedasUn hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente en la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable; sus ropas, viejas.

El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia.

—¿Eres gente u otra cosa? —le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio.

Humillándose, el pongo no contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.

—¡A ver! —dijo el patrón—, por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas manos que parece que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia! —ordenó al mandón de la hacienda.

Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.

El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. «Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza», había dicho la mestiza cocinera, viéndolo.

El hombrecito no hablaba con nadie; trabajaba callado; comía en silencio. Todo cuanto le ordenaban, cumplía. «Sí, papacito; sí, mamacita», era cuanto solía decir.

Quizás a causa de tener una cierta expresión de espanto, por su ropa tan haraposa y acaso, también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el avemaría, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo.

Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes suaves en la cara.

—Creo que eres perro. ¡Ladra! —le decía.

El hombrecito no podía ladrar.

—Ponte en cuatro patas —le ordenaba entonces.

El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.

—Trota de costado, como perro —seguía ordenándole el hacendado.

El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.

El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía el cuerpo.

—¡Regresa! —le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.

El pongo volvía, de costadito. Llegaba fatigado.

Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el avemaría, despacio, como viento interior en el corazón.

—¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! —mandaba el señor al cansado hombrecito—. Siéntate en dos patas; empalma las manos.

https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEibPM8rrkhecHSK5Y6GsPU5HsHe3_XcMnORY_KAu0uVMwtbuteesxj5lIhFq876bp-VzK8s8UEVw_EhIQQPfQdjRahb-_c17pxBiVCePCgGfamf_pRcpcsuzAVr58zfXo0xOkpDkxWWc4w/s400/ggggg.jpgComo si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas.

Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor.

—Recemos el padrenuestro —decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.

El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía ni ese lugar correspondía a nadie.

En el oscurecer, los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío de la hacienda.

—¡Vete, pancita! —solía ordenar, después, el patrón al pongo.

 

EXPO CHILLICO hasta el 21 de Junio del 2014Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos.

Pero…, una tarde, a la hora del avemaría, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ése, ese hombrecito, habló muy claramente. Su rostro seguía como un poco espantado.

—Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte —dijo.

El patrón no oyó lo que oía.

—¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? —preguntó.

—Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte —repitió el pongo.

—Habla… si puedes —contestó el hacendado.

—Padre mío, señor mío, corazón mío —empezó a hablar el hombrecito—. Soñé anoche que habíamos muerto los dos juntos; juntos habíamos muerto.

—¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio —le dijo el gran patrón.

—Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos, los dos juntos; desnudos ante nuestro gran Padre San Francisco.

—¿Y después? ¡Habla! —ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.

—Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí nos examinaba, pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.

danielapedia—¿Y tú?

—No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.

—Bueno. Sigue contando.

—Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca: «De todos los ángeles, el más hermoso, que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de miel de chancaca más transparente».

—¿Y entonces? —preguntó el patrón.

Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta, pero temerosos.

—Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel, brillando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre, caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.

—¿Y entonces? —repitió el patrón.

—«Ángel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre», diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de oro, transparente.

—Así tenía que ser —dijo el patrón, y luego preguntó—: ¿Y a ti?

—Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro gran Padre San Francisco volvió a ordenar: «Que de todos los ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano».

—¿Y entonces?

—Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande. «Oye, viejo —ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel—, embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!». Entonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí avergonzado, en la luz del cielo, apestando…

—Así mismo tenía que ser —afirmó el patrón—. ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?

—No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro gran Padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: «Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo». El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.


Autor: José María Arguedas


 

* WARMA KUYAY (1933) 
La fábula de "Warma kuyay" (amor de niño) es la siguiente: un muchacho blanco recuerda cuando él y un joven indio aspiraban a una muchacha india la cual es abusada sexualmente por el patrón de la hacienda.







"WARMA KUYAY"

 

(AMOR DE NIÑO – PARTE I)

 

COMUNICA - T: ARGUMENTO: WARMA KUYAY (José María Arguedas)Noche de luna en la quebrada de Viseca. 

Pobre palomita, por dónde has venido, buscando la arena por Dios, por los cielos.

-¡Justina! ¡Ay, Justinita!

En un terso lago canta la gaviota, memoria me deja de gratos recuerdos.

-¡Justinay, te pareces a las torcazas de Sausiyok’!

-¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!
-¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta!

-¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas y hago temblar a los novillos de cada zurriago. Por eso Justina me quiere.

La cholita se rió, mirando al Kutu; sus ojos chispeaban como dos luceros.

-¡Ay, Justinacha!

-¡Sonso, niño, sonso! —habló Gregoria, la cocinera. 

Celedonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha… soltaron la risa; gritaron a carcajadas.

-¡Sonso, niño!

Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio el charanguero. Se volteaban a ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé fuera del círculo, avergonzado, vencido para siempre.

Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes que correteaban en las laderas del Chawala. Los eucaliptos de la huerta sonaban con ruido largo e intenso; sus sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la pared más alta y miré desde allí la cabeza del Chawala: el cerro medio negro, recto, amenazaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo por las noches; los indios nunca lo miraban a esas horas y en las noches claras conversaban siempre dando las espaldas al cerro.

-¡Si te cayeras de pecho, tayta Chawala, nos moriríamos todos!.

En medio del witron [patio grande], Justina empezó otro canto:

Flor de mayo, flor de mayo,
flor de mayo primavera,
por qué no te liberaste
de esa tu falsa prisionera.

Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio inmenso, inmóviles sobre el empedrado, los indios se veían como estacas de tender cueros.

-Ese puntito negro que está al medio es Justina. Y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese puntito negro?

Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba voces alrededor del círculo, dando ánimos, gritando como potro enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un sauce que cabeceaba a la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le siguieron. Al poco rato el pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban a perseguirle, pero don Froilán apareció en la puerta del witron.


-¡Largo! ¡A dormir!

Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio.

-¡A ése le quiere!

Los indios de don Froilán se perdieron en la puerta del caserío de la hacienda, y don Froilán entró al patio tras de ellos.

-¡Niño Ernesto!- llamó el Kutu.

Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia él.

-Vamos, niño.

Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo del witron; sobre el lavadero había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas enmohecidas, que fueron de las minas del padre de don Froilán.

Kutu no habló nada hasta llegar a la casa de arriba.

La hacienda era de don Froilán y de mi tío; tenía dos casas. Kutu y yo estábamos solos en el caserío de arriba; mi tío y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos leguas de la hacienda.

Subimos las gradas, sin mirarnos siquiera; entramos al corredor, y tendimos allí nuestras camas para dormir alumbrados por la luna. El Kutu se echó callado; estaba triste y molesto. Yo me senté al lado del cholo.

-¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina?

-¡Don Froilán la ha abusado, niño Ernesto!

-¡Mentira, Kutu, mentira!

-¡Ayer no más la ha forzado; en la toma de agua, cuando fue a bañarse con los niños!

-¡Mentira, Kutullay, mentira!

Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo; mi corazón parecía rajarse, me golpeaba. Empecé a llorar. Como si hubiera estado solo, abandonado en esa gran quebrada oscura.

-¡Déjate, niño! Yo, pues, soy “endio”, no puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas “abugau”, vas a fregar a don Froilán.

Me levantó como a un becerro tierno y me echó sobre mi catre.

-¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día con ella, ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía, tiene miedo porque eres niño.

Me arrodillé sobre la cama, miré al Chawala que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la noche.

-¡Kutu: cuando sea grande voy a matar a don Froilán!

-¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí! ¡Mak’tasu!

La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como el maullido del león que entra hasta el caserío en busca de chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.

Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vamos a Justina. El patrón seguro te hace dormir en su cuarto. Que se entre la luna para ir.

Su alegría me dio rabia.

-¿Y por qué no matas a don Froilán? Mátale con tu honda, Kutu, desde el frente del río, como si fuera puma ladrón.

-¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero cuando seas “abugau” ya estarán grandes.

-¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo, como mujer!

-No sabes nada, niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los becerritos, pero a los hombres no los quieres.

-¡Don Froilán! ¡Es malo! Los que tienen hacienda son malos; hacen llorar a los indios como tú; se llevan las vaquitas de los otros, o las matan de hambre en su corral. ¡Kutu, don Froilán es peor que toro bravo! Mátale no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de Capitana.

-¡“Endio” no puede, niño! ¡“Endio” no puede!

¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el lomo de los aradores, hondeaba desde lejos a las vaquitas de los otros cholos cuando entraban a los potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido!

Le miré de cerca: su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos por la coca. ¡A éste le quiere! Y ella era bonita: su cara rosada estaba siempre limpia, sus ojos negros quemaban; no era como las otras cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus pechitos parecían limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde tiempo; de este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena se parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Don Froilán la había forzado.

-¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro, ella misma!

Un chorro de lágrimas saltó de mis ojos. Otra vez el corazón se sacudía, como si tuviera más fuerza que todo mi cuerpo.

-¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella, ¿quieres?

El indio se asustó. Me agarró la frente: estaba húmeda de sudor.

-¡Verdad! Así quieren los mistis.

-¡Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para ella. ¡Déjala!

-¡Cómo no, niño, para ti voy a dejar, para ti solito! Mira, en Wayrala se está apagando la luna.

Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de todas partes del cielo; el viento silbaba en la oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta; más abajo, en el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con su voz áspera.

Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia.

-¡Indio, muérete mejor, o lárgate a Nazca! ¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a perro! - le decía.

Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba al witron, a los alfalfares, a la huerta de los becerros, y se vengaba en el cuerpo de los animales de don Froilán. Al principio yo lo acompañaba. En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los becerros más finos, los más delicados; Kutu se escupía en las manos, empuñaba duro el zurriago, y les rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres…, cien zurriagazos; las crías se retorcían en el suelo, se tumbaban de espaldas, lloraban; y el indio seguía, encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un rincón y gozaba. Yo gozaba.

-¡De don Froilán es, no importa! ¡Es de mi enemigo!

Hablaba en voz alta para engañarme, para tapar el dolor que encogía mis labios e inundaba mi corazón.

Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se apoderaba de mi alma y lloraba dos, tres horas. Hasta que una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me vencían la desesperación y el arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo, corrí hasta la puerta; despacio abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya había salido; su luz blanca bañaba la quebrada; los árboles rectos, silenciosos, estiraban sus brazos al cielo. De dos saltos bajé al corredor y atravesé corriendo el callejón empedrado, salté la pared del corral y llegué junto a los becerritos. Ahí estaba Zarinacha, la víctima de esa noche; echadita sobre la bosta seca, con el hocico en el suelo; parecía desmayada. Me abracé a su cuello; la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos negros y grandes.

-¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname, mamaya!

Junté mis manos y, de rodillas, me humillé ante ella.

-¡Ese perdido ha sido, hermanita, yo no! ¡Ese Kutu canalla, indio perro!

La sal de las lágrimas siguió amargándome durante largo rato.

Zarinacha me miraba seria, con su mirada humilde, dulce.

-¡Yo te quiero, niñacha, yo te quiero!

Y una ternura sin igual, pura, dulce, como la luz en esa quebrada madre, alumbró mi vida.
A la mañana siguiente encontré al indio en el alfalfar de Capitana. El cielo estaba limpio y alegre, los campos verdes, llenos de frescura. El Kutu ya se iba tempranito, a buscar “daños” en los potreros de mi tío, para ensañarse contra ellos.

-Kutu, vete de aquí —le dije—. En Viseca ya no sirves. ¡Los comuneros se ríen de ti, porque eres maula!

Sus ojos opacos me miraron con cierto miedo.

-¡Asesino también eres, Kutu! Un becerrito es como una criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio!

-¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero mírale al tayta Chawala: diez días más atrás me voy a ir.

Resentido, penoso como nunca, se largó al galope en el bayo de mi tío.

Dos semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. Mi tía lloró por él, como si hubiera perdido a su hijo.

Kutu tenía sangre de mujer: le temblaba a don Froilán, casi a todos los hombres les temía. Le quitaron su mujer y se fue a ocultar después en los pueblos del interior, mezclándose con las comunidades de Sondondo, Chacralla… ¡Era cobarde!

Yo, solo, me quedé junto a don Froilán, pero cerca de Justina, de mi Justinacha ingrata. Yo no fui desgraciado. A la orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas y de las tuyas, yo vivía sin esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que yo, en esa misma quebrada que fue mi nido. Contemplando sus ojos negros, oyendo su risa, mirándola desde lejitos, era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un “warma kuyay” y no creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que tendría que ser de otro, de un hombre grande, que manejara ya zurriago, que echara ajos roncos y peleara a látigos en los carnavales. Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las cosechas, las siembras con música y jarawi, viví alegre en esa quebrada verde y llena del calor amoroso del sol. Hasta que un día me arrancaron de mi querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que no quiero, que no comprendo.

El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque maula, será el mejor novillero, el mejor amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes y extraños.



Autor: José María Arguedas